Un importante libro medieval sobre ética, El Libro de los justos, es un manual para desarrollar el potencial espiritual que uno posee, probablemente sin saberlo. El autor insiste en que para que se dé el crecimiento espiritual y ético en una persona, es crucial que ella piense en el día de su muerte. Resulta importante que le diga a su corazón: “mi corazón, mi corazón, ¿no sabes que fuiste creado solamente para regresar al polvo? ¿No sabías que todos los días que vives en la tierra pasan como una sombra, como una semilla de grano que se lleva el viento desde el suelo, y como humo de una fogata?”.
Generalmente, la gente joven no tiene el hábito de pasar mucho tiempo contemplando el día de su muerte. Uno es joven, está lleno de vigor, energía, descubrimientos, independencia, y quizá hasta disfruta de buena salud. Por eso la muerte no es una gran preocupación para la mayoría de los jóvenes. Es cuando las personas experimentan la pérdida cuando se la plantean en serio. Cuando llega la muerte de padres y amigos de sus padres, de amigos, parientes y hermanos, el hecho se hace demasiado real, y no es tan agradable de contemplar. ¿Por qué, entonces, debemos pensar con regularidad acerca del día de nuestra muerte? Porque puede enseñarnos importantes lecciones que nos ayuden a vivir nuestras vidas de manera más completa y con más significado.
Primero, al saber que todos nosotros inevitablemente moriremos, recordamos que todos los seres humanos somos iguales. No importa lo grandes o fuertes que seamos, lo que hayamos logrado o aprendido, cualquiera que sea la posición que hayamos conseguido a través de la riqueza, el talento o el liderazgo, cada uno de nosotros, como todos los demás, es finito. Reconocer la mortalidad compartida nos recuerda nuestra humanidad compartida y el deber de tratar a los demás seres humanos con respeto, justicia y bondad. Que todos somos iguales en la certidumbre de la muerte, sugiere que en vida la dignidad humana también es compartida.
La segunda lección que aprendemos al pensar acerca de nuestra muerte es que debemos tener cuidado de no malgastar el tiempo. Dado que aquí en la Tierra lo tenemos limitado, debemos utilizarlo sabiamente, asegurarnos de que habrá para trabajo y tarea, para leer y para divertirse, para pensar y para descansar, y para la gente. No dejemos que el agobio vital nos prive de oportunidades, actividades o algunas personas de esas que hacen que valga la pena vivir.
Un muy conocido empresario internacional declaró una vez: “La habilidad para utilizar bien tu tiempo lo es todo. Desde el colegio, he trabajado muy duro durante la semana, y excepto por períodos de crisis, mantuve mis fines de semana libres para la familia y el ocio. Cada domingo por la noche caliento los motores de mi adrenalina al hacer una lista de lo que quiero lograr durante la semana. Estoy maravillado ante el número de personas que no parecen poder controlar sus propios horarios. A través de los años, muchos ejecutivos me han dicho con orgullo: ‘¡Trabajé tan duro el año pasado que no tomé vacaciones!’. Siempre deseo responder: ‘¡¡Serás tonto!! ¿Quieres decirme que puedes asumir la responsabilidad de un proyecto de 80 millones de dólares y sin embargo no puedes planear dos semanas de vacaciones al año para divertirte un poco?’
Cuando somos conscientes de que nuestro tiempo en la Tierra es limitado también es más probable que usemos el tiempo cuidadosamente, lo llenemos, no con carreras frenéticas y prisas, no con actividad compulsiva, sino con las cosas que realmente cuentan: compromiso, causas, trabajo, descanso, juego, la posibilidad de cambio, otros seres, personas increíblemente queridas, risas, lágrimas, momentos plenos de belleza …
Todo esto suena como si habláramos del amor. Recordar la muerte nos recuerda el valor de cada día de vida, nos recuerda que es sabio hacer que nuestros días cuenten. Cuando somos conscientes del hecho de que nuestro tiempo es limitado y que nunca sabemos cuándo puede llegar el final, nos damos cuenta de que debemos apreciar el momento y actuar ahora.
También hay sabiduría en reconocer que la muerte con frecuencia interviene, y que algunas veces no obtenemos segundas oportunidades de decir cosas que queremos decir, que debemos decir, hacer efectivas reconciliaciones con personas con las que nos hemos distanciado.
Este pensamiento me recuerda cuando hace algunos años, al legendario Oso Bryant, reconocido entrenador de fútbol americano en la Universidad de Alabama, le pidieron realizar un anuncio de televisión para la compañía telefónica Southern Bell. La parte del entrenador Bryant era sencilla, solamente una frase. Al final del comercial, Bryant debía darles, gritando, una orden a sus jugadores: “¡Llamen a su mamá!”. En la filmación del comercial sucedió algo inesperado. Mientras Oso Bryant se volvía hacia la cámara, las lágrimas se asomaron en sus ojos cuando dijo: “¡Llamen a su mamá!, les aseguro que quisiera poder llamar a la mía”. La compañía pasó el comercial al aire como se filmó, y la respuesta fue abrumadora. La gente llamó a sus seres queridos. Varias personas llamaron para agradecer a Southern Bell. Y él, que había estado separado de su madre seis años por una de esas discusiones tontas que todos conocemos llamó finalmente a su madre al acabar el rodaje, y en una larga conversación se reconcilió con ella. Lo curioso es que pocos días después, ella murió inesperadamente.
Si pensamos en el día de nuestra muerte, estaremos más inclinados a tomar ventaja de las oportunidades de cambio, amor y reconciliación cuando se nos presentan. No recibimos muchas segundas oportunidades. Con mucha frecuencia en nuestra vida dejamos que pequeñas cosas se interpongan en el camino de nuestras relaciones personales, la gente comienza una discusión, permite que una herida se haga profunda, deja que el distanciamiento crezca. Las razones para aislarse pueden ser relativamente menores: olvidarse de una ocasión familiar, no ofrecer un cumplido esperado, ocasionar vergüenza; con frecuencia, el origen de una pelea es olvidado. Sin embargo, hay veces en las que nos damos cuenta de que debemos extender la mano, escribir la carta, hacer la llamada, ofrecer reconciliación y amistad, ternura,sensibilidad y entendimiento.
Cuando somos conscientes de nuestra mortalidad y de la mortalidad de otros, tenemos menos oportunidades de perder oportunidades para arreglar relaciones, somos propensos a perdonar y pedir perdón, estamos más dispuestos a abrazar a personas que realmente amamos y decirles lo mucho que nos importan.
Cuando recordamos que un día moriremos, tenemos más probabilidades de vivir la vida. Porque la conciencia de nuestra mortalidad puede ayudarnos a vivirla más plenamente. Pensar el día de nuestra muerte nos impulsa a recordar la equidad humana y respetar la dignidad humana. Nos recuerda no desperdiciar nuestros días y a hacer que nuestra vida cuente. Recordar el día de nuestra muerte, nos recuerda la urgencia de vivir, la urgencia de reconciliarnos mientras aún hay tiempo, nos recuerda apreciar el regalo de la vida.
Quiero dejarles como reflexión este relato, que nos habla de las cosas verdaderamente importantes y relevantes de la vida:
Un padre viudo y su hijo vivían en diferentes ciudades. Semanalmente, como un ritual, hablaban por teléfono. Cierta vez, ante la proximidad de las fiestas de fin de año, el padre invitó a su hijo a pasarlas juntos. El hijo se disculpó.
—Perdona, papá, pero estoy muy ocupado y ya había hecho otros planes con mis amigos.
Luego de un breve silencio, la voz entrecortada del padre volvió a escucharse:
—Hijo, permíteme hacerte una pregunta: el día que yo muera, y te avisen, ¿dejarías lo que estuvieras haciendo, para estar presente en el funeral y despedirte de mí?
—Papá, ¿cómo se te ocurre semejante duda? Que Dios te dé muchos años de vida, pero ciertamente estaría junto a ti.
—¿Sabes, hijo? En vez de venir a mi entierro, mejor ven ahora que estoy vivo y compartamos el momento.
Vivimos rodeados por la muerte que nos priva de aquellos a quienes amamos y que algún día privará a quienes nos aman de nuestra presencia. La muerte puede llevarse el futuro, nunca el pasado. Lo que hemos vivido, compartido, reído y llorado, peleado y reconciliado, los abrazos y las caricias, las palabras y los silencios, cada uno y todos los momentos han sido tan intensos, que son una parte inseparable de nosotros.
Tal vez la lección más importante que he aprendido en la vida está en la palabras llenas de sabiduría de un ser humano que realizó el viaje por el dolor: “Yo le diría a la otra persona, por el hecho que aprendí un poquito más, que se asegure de que las personas a quienes ama lo sepan. El resto es trivial. Los desacuerdos, las riñas, no son importantes. Se ven inmensamente pequeñas, cuando las observamos con una vista panorámica”.
Cuando el dolor lastime tu corazón, recuerda que la oscuridad más intensa de la noche es el instante previo al amanecer.
Recuerda que el tiempo solo, no cura. Que es la lealtad a la vida la que nos permite aprender a decir adiós.