@JAVIERARAGON - JAVIER ARAGÓN, EL sábado, 15 DE OCTUBRE DE 2011
Porque lo que nos mueve no era ni
personal ni moral, lo que nos mueve era la elección de querer creer y crecer en
un mundo mejor… Eso fue y es lo que nos ha sacado a la calle a millones de
personas desde principios de año. La decisión personal de no callarnos, de no
expirar nuestras demandas y hacerlas públicas, y sobre no de pedir, sino de
exigir por el bien común grandes cambios, cambios que nos transformen en una
humanidad mejor mas justa e igualitaria. ¿Cómo no estar de acuerdo?, ¿Cómo
quedarme en casa?
Son las seis de la tarde y yo estoy aquí, en la calle, es la primera nota del blog que
escribo automáticamente rodeado de un espacio desconocido…
Hoy 15 de octubre de 2011 las personas hemos tomado las calles y las plazas del mundo, desde un punto de
vista global se trata de la mayor hazaña cometida por la humanidad para hacer
saber a los partidos políticos y a las grandes telarañas que amasan el sistema,
conocidas como Bancos o grandes corporaciones que se acabado, que se acabo eso
de dominar el mundo a su antojo, rehúyen del pueblo pero al pueblo piden el voto.
Desde América a Asia, volviendo a África y Europa y pasando
por Oceanía la gente está en la calle.
Una de las
funciones de la conciencia moral es la de formular juicios sobre lo que debemos
hacer o tenemos que rechazar. Lawrence Kohlberg, psicólogo contemporáneo
discípulo de Jean Piaget, ha estudiado el desarrollo de la conciencia partiendo
del análisis de los juicios morales, especialmente a partir de los
razonamientos que todos formulamos ante dilemas morales. Kohlberg llega a la
conclusión que si bien las normas morales o los valores de una cultura pueden
ser diferentes de los de otra, los razonamientos que los fundamentan siguen
estructuras o pautas parecidos. Todas las personas seguimos —defiende— unos
esquemas universales de razonamiento y, vinculados a la propia psicológica,
evolucionamos de esquemas más infantiles y egocéntricos a esquemas más maduros
y altruistas.
También estamos en las calles y plazas públicas quienes sabemos que tener la vida en precario no significa únicamente no tener trabajo, sino ser diariamente esclavizados por él, estafados por la dinámica alienante y adoctrinarte del mercado, despojados de lo que nos hace humanos para quedar convertidos en mercancías endebles, consumidores y objetos de consumo.
Despojados de lo que nos conecta al resto de los humanos, la alegría en común, la empatía, la capacidad de escuchar, de comunicarnos, de potenciarnos, de amarnos, para dejarnos envasados herméticamente en paquetes individuales y almacenados de por vida. Aislados. Hemos venido a combatir esa dinámica alienante poniendo lo mejor de nosotros. Sabemos que quienes la perpetuamos y alimentamos somos nosotros mismos y hemos venido a acabar con ello.
A cortocircuitar ese sistema que hemos estado reforzando y que nos come la propia vida. Cómo explicárselo a quienes no creen que esto sea posible. También hemos salido a encontrarnos unos con otros. Hartos de estar encerrados en casa, envasados al vacío frente a la tele, hartos de rozarnos apenas en los bares, en el fútbol, hartos de no llegar a conocernos nunca. Hemos salido a habitar por fin un espacio común. A crear con nuestra presencia un espacio nuevo en el que hablar, contarnos quiénes somos, qué necesitamos, qué hemos aprendido hasta ahora.
Pues ¿qué es la oración, en tanto comúnmente se la entiende? ¿No es la comunicación de la creatura con su Creador, que todo lo puede, que todo lo sabe? Si esa es su esencia, habría que prestar mayor atención al tono y al sentido de muchas oraciones consagradas; habría que limpiarlas de tanta exhortación improcedente, de innecesarias argumentaciones, constancias o explicaciones, de tanto vestigio del intercambio comercial: perdónanos así como nosotros perdonamos –toma y daca–, y de otras expresiones semejantes.
Se entiende, es la huella del espíritu del capitalismo naciente en la liturgia del cristianismo en expansión. No nos extraña que los autores de los rezos incluyeran en ellos los principios de su doctrina, como complemento didáctico de su prédica a las muchedumbres.
La oración, como todo lo humano, tiene el sello del tiempo; su tejido está urdido con hilos de la historia, de las ansias, buenas y malas, de todas las épocas, de los anhelos y temores de las comunidades que elevaron sus súplicas por vez primera. ¿No motivaba al cura doctrinero que enseñaba a rezar a los indígenas, además del deseo de difundir su fe, también el afán de modelar sus conductas para hacerlas más compatibles con los fines de esa guerra expansiva que se llamó “la conquista”?
En muchas religiones que utilizan el rezo aún quedan trazas del esquema oveja y pastor, señor y siervo, que ordenaba la vida colectiva en la época en que surgieron. La conciencia fundamenta la ética y orienta la conducta de los hombres. Y la religiosidad es una forma de conciencia. En la oración quedaron el acto íntimo y la manifestación externa del ritual. ¿Hasta dónde la capa externa del ritual –con sus enseñanzas normativas y con su primitiva cosmovisión, que los teólogos acomodan al paso de la ciencia– prevalece sobre la vivencia de lo sagrado? ¿Hasta qué punto esos recursos de argumentación y adoctrinamiento usurpan la esencia de la religiosidad, la posibilidad de trascender sobre lo accidental, lo cambiante, lo contingente de la condición humana, la posibilidad de hermanarse con el otro?
Y si los fundamentos de cierta ética se derrumban… si no nos mueven el paraíso ni el infierno, bien sea porque se descarte su existencia (el Papa Juan Pablo II admite que el cielo y el infierno no existen como lugares en el espacio sino como estados del espíritu, y el Papa Benedicto XVI ve en el big bang el soplo divino de la creación), o porque se rechace dignamente la alternativa del premio o el castigo, como lo hizo Teresa con valor admirable, en una época en la que esa declaración podía costarle la vida, y se declare como móvil de la ética el bienestar común, el amor, la compasión, la solidaridad con el otro...
En estos días, cuando los destrozos de terremotos y tsunamis asolan muchos puntos del planeta y sumen a su gente en el dolor y en la desolación, algo en uno se frunce y lo sacude: la conciencia de ser hombres. En ocasiones como ésta del 15 de octubre sentimos el vínculo esencial con el resto de la especie, y surge de adentro un impulso vital, que no es parte del juego de intereses, que no es provocado por la expectativa de recibir ayuda mañana cuando nos toque el turno, que no es alentado por una promesa ultra terrenal.
Son días, también, cuando nos ofende la impotencia, no tanto ante las fuerzas naturales como ante las fuerzas ideológicas que nos atan y que determinan la forma como habitamos el planeta. En un día como estos, cuando por desgracia se derrumba la casa del vecino, le brindamos nuestra ayuda. Cuando vemos en el mapa esa delgada isla, cuando observamos los efectos de habitar esa móvil fractura geológica en la que está ubicada, es inevitable preguntarse: ¿qué más les espera?, ¿qué más nos espera? Sabemos que el terremoto y el tsunami reaparecerán, y que el pueblo sea el que sea, previsivo e impasible, los volverá a enfrentar con suma dignidad. También sabemos que, propiamente hablando, no hay lugar de la Tierra invulnerable. Acaso descubramos la necesidad de una ética conveniente no a una iglesia concreta, no a una nación ni a un continente, sino a toda la especie. Acaso concedamos la razón a Hans Küng y asumamos que no es posible una aldea global sin una ética global.
También estamos en las calles y plazas públicas quienes sabemos que tener la vida en precario no significa únicamente no tener trabajo, sino ser diariamente esclavizados por él, estafados por la dinámica alienante y adoctrinarte del mercado, despojados de lo que nos hace humanos para quedar convertidos en mercancías endebles, consumidores y objetos de consumo.
Despojados de lo que nos conecta al resto de los humanos, la alegría en común, la empatía, la capacidad de escuchar, de comunicarnos, de potenciarnos, de amarnos, para dejarnos envasados herméticamente en paquetes individuales y almacenados de por vida. Aislados. Hemos venido a combatir esa dinámica alienante poniendo lo mejor de nosotros. Sabemos que quienes la perpetuamos y alimentamos somos nosotros mismos y hemos venido a acabar con ello.
A cortocircuitar ese sistema que hemos estado reforzando y que nos come la propia vida. Cómo explicárselo a quienes no creen que esto sea posible. También hemos salido a encontrarnos unos con otros. Hartos de estar encerrados en casa, envasados al vacío frente a la tele, hartos de rozarnos apenas en los bares, en el fútbol, hartos de no llegar a conocernos nunca. Hemos salido a habitar por fin un espacio común. A crear con nuestra presencia un espacio nuevo en el que hablar, contarnos quiénes somos, qué necesitamos, qué hemos aprendido hasta ahora.
Pues ¿qué es la oración, en tanto comúnmente se la entiende? ¿No es la comunicación de la creatura con su Creador, que todo lo puede, que todo lo sabe? Si esa es su esencia, habría que prestar mayor atención al tono y al sentido de muchas oraciones consagradas; habría que limpiarlas de tanta exhortación improcedente, de innecesarias argumentaciones, constancias o explicaciones, de tanto vestigio del intercambio comercial: perdónanos así como nosotros perdonamos –toma y daca–, y de otras expresiones semejantes.
Se entiende, es la huella del espíritu del capitalismo naciente en la liturgia del cristianismo en expansión. No nos extraña que los autores de los rezos incluyeran en ellos los principios de su doctrina, como complemento didáctico de su prédica a las muchedumbres.
La oración, como todo lo humano, tiene el sello del tiempo; su tejido está urdido con hilos de la historia, de las ansias, buenas y malas, de todas las épocas, de los anhelos y temores de las comunidades que elevaron sus súplicas por vez primera. ¿No motivaba al cura doctrinero que enseñaba a rezar a los indígenas, además del deseo de difundir su fe, también el afán de modelar sus conductas para hacerlas más compatibles con los fines de esa guerra expansiva que se llamó “la conquista”?
En muchas religiones que utilizan el rezo aún quedan trazas del esquema oveja y pastor, señor y siervo, que ordenaba la vida colectiva en la época en que surgieron. La conciencia fundamenta la ética y orienta la conducta de los hombres. Y la religiosidad es una forma de conciencia. En la oración quedaron el acto íntimo y la manifestación externa del ritual. ¿Hasta dónde la capa externa del ritual –con sus enseñanzas normativas y con su primitiva cosmovisión, que los teólogos acomodan al paso de la ciencia– prevalece sobre la vivencia de lo sagrado? ¿Hasta qué punto esos recursos de argumentación y adoctrinamiento usurpan la esencia de la religiosidad, la posibilidad de trascender sobre lo accidental, lo cambiante, lo contingente de la condición humana, la posibilidad de hermanarse con el otro?
Y si los fundamentos de cierta ética se derrumban… si no nos mueven el paraíso ni el infierno, bien sea porque se descarte su existencia (el Papa Juan Pablo II admite que el cielo y el infierno no existen como lugares en el espacio sino como estados del espíritu, y el Papa Benedicto XVI ve en el big bang el soplo divino de la creación), o porque se rechace dignamente la alternativa del premio o el castigo, como lo hizo Teresa con valor admirable, en una época en la que esa declaración podía costarle la vida, y se declare como móvil de la ética el bienestar común, el amor, la compasión, la solidaridad con el otro...
En estos días, cuando los destrozos de terremotos y tsunamis asolan muchos puntos del planeta y sumen a su gente en el dolor y en la desolación, algo en uno se frunce y lo sacude: la conciencia de ser hombres. En ocasiones como ésta del 15 de octubre sentimos el vínculo esencial con el resto de la especie, y surge de adentro un impulso vital, que no es parte del juego de intereses, que no es provocado por la expectativa de recibir ayuda mañana cuando nos toque el turno, que no es alentado por una promesa ultra terrenal.
Son días, también, cuando nos ofende la impotencia, no tanto ante las fuerzas naturales como ante las fuerzas ideológicas que nos atan y que determinan la forma como habitamos el planeta. En un día como estos, cuando por desgracia se derrumba la casa del vecino, le brindamos nuestra ayuda. Cuando vemos en el mapa esa delgada isla, cuando observamos los efectos de habitar esa móvil fractura geológica en la que está ubicada, es inevitable preguntarse: ¿qué más les espera?, ¿qué más nos espera? Sabemos que el terremoto y el tsunami reaparecerán, y que el pueblo sea el que sea, previsivo e impasible, los volverá a enfrentar con suma dignidad. También sabemos que, propiamente hablando, no hay lugar de la Tierra invulnerable. Acaso descubramos la necesidad de una ética conveniente no a una iglesia concreta, no a una nación ni a un continente, sino a toda la especie. Acaso concedamos la razón a Hans Küng y asumamos que no es posible una aldea global sin una ética global.
Son las 20:30 de la tarde, las plazas y calles de otras cientos de ciudades del planeta están a rebosar, otras van despertando, de Madrid me llega que hay más gente todavía por Alcala y los aledaños a Sol que en el propio sol que desde hace bastante rato ya no coge casi un alfiler.
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